Miedo, desconcierto, frustración… sentimientos con los que nos hemos ido familiarizando a lo largo de estos últimos años de crisis económica. Las secuelas de tal estado de desánimo general son reproducidas a diario por los medios de comunicación con todo lujo de detalles, por lo que ahondar en ello sería tan estéril como redundante. Creo que puede resultar más útil centrarse en la búsqueda de soluciones que recrearse en los síntomas. Y para ello lo mejor será comenzar haciendo un breve recorrido cronológico por las diversas formas con las que hasta la fecha se ha intentado, en vano, plantar cara a las crisis.
La reacción inmediata a la crisis económica fue apelar a los dirigentes políticos para que, de acuerdo con el cometido para el que habían sido elegidos, tomasen las medidas oportunas ante las incipientes dificultades que afectaban a las familias. Pero por desgracia su actuación no estuvo a la altura de las circunstancias. Mientras que la crisis financiera previa de 2007 había sido gestionada de inmediato y de forma coordinada para salvar a las entidades financieras, en la crisis económica posterior no actuaron con la misma contundencia. Los gobiernos habían establecido un ingenuo pacto fáustico con el sistema financiero: “hoy te salvo yo, y si en el futuro tengo problemas me ayudarás tú”. Pero como en la obra de Goethe, el compromiso era unilateral. Cuando la crisis se extendió a la economía real, los gobiernos, exhaustos tras el esfuerzo realizado para salvar el sistema financiero, no encontraron la manera de gestionarla con eficacia. En un corto periodo de tiempo los gobiernos se sucedieron, en las administraciones españolas y en las de otros países europeos, unas veces por vías democráticas y otras dedocráticas, pero las políticas en todos los casos han continuado viniendo marcadas por la improvisación, el fatalismo y la ausencia de alternativas.
Tras la decepcionante respuesta de los poderes públicos, y ante una crisis cada día más asfixiante para un número creciente de ciudadanos, éstos se echaron a la calle. Conviene diferenciar ente dos tipos de protestas. Por un lado se produjeron las tradicionales manifestaciones impulsadas por los sindicatos, pero de acuerdo con la profunda desafección de los trabajadores con estas asociaciones, su impacto fue nulo. Incluso la expresión máxima de estas actuaciones, la huelga general, se celebró el pasado 29 de marzo despertando menos expectación que un partido de primera ronda de Champions. Y todo parece presagiar que ese derecho fundamental (me refiero a la huelga, no al futbol), que en el pasado hacía tambalear estados e industrias, en próximas reformas laborales terminará por ser sesgado legalmente. Sin duda mucho más destacable en todos los sentidos resultó el movimiento 15-M, una verdadera bocanada de aire fresco que sacudió el país entero. Sin embargo, aunque las movilizaciones contribuyeron a la siembra de múltiples semillas que en un futuro darán valiosos frutos, a corto plazo los resultados tangibles se han situado muy por debajo de las expectativas iniciales.
Y de esta manera hemos llegado al momento presente: con el convencimiento y/o resignación, de que la única manera de salir de la crisis es siendo más austeros y competitivos. Aunque resulta inquietante que incluso instituciones como el FMI recelen de esta receta. La actual contención radical en el gasto para compensar los excesos del pasado, más que sanar lo que está es ahogándonos. Y la mejora de la competitividad es tan fácil de anunciar como difícil de lograr, sobre todo teniendo en cuenta el imparable empuje de las economías emergentes, que combinan tecnología del s.XXI con condiciones laborales del s.XIX. En paralelo se están multiplicando las llamadas (unas veces sinceras, otras tendenciosas) a la solidaridad entre particulares como medio para substituir la provisión de servicios sociales que el Estado ha dejado de proveer. Pero pese a las técnicas de “fundraising” (captación de fondos) cada vez más agresivas llevadas por las ONG, y al apoyo interesado por parte de las instituciones públicas, el recorrido es limitado y a todas luces insuficiente para atender al conjunto de necesidades.
Así las cosas, ¿No hay nada más que podamos hacer? Sin necesidad de recurrir a planteamientos cuánticos, es absurdo concluir que no existen alternativas. Quizás simplemente no hayamos estado buscando en la dirección adecuada ¿Quién puede aportar soluciones? Parece que Estado y ciudadanía nos hemos quedado sin margen de maniobra. ¿Quién tiene la capacidad y el poder económicos? Ésta es fácil: el mercado. El problema radica su intangibilidad. ¿Cuál es su brazo más visible? Tampoco es complicada: las multinacionales.
Ahora bien, hay que encontrar el canal de diálogo con estas organizaciones globales. Los gobiernos nacionales han dejado de ser interlocutores válidos, pero existe un lenguaje directo que las multinacionales comprenden a la perfección: el consumo. De hecho en cierto modo cada vez que realizamos una compra estamos depositando un voto. Por consiguiente, en el sistema político-económico vigente, el consumo responsable constituye la herramienta de cambio más eficaz, por delante de cualquier otra acción (votos en comicios, huelgas, protestas callejeras…). Las grandes compañías, conscientes de este punto, intentan (y lamentablemente consiguen) distorsionar nuestras decisiones de compra mediante un bombardeo diario de miles de impactos publicitarios.
Pero cómo seres racionales que somos (al menos en la teoría eso dicen los manuales), tenemos una oportunidad para recuperar el bienestar perdido o en vías de extinción (y a la vez extenderlo a las zonas del planeta donde nunca ha llegado), de manera que el mercado provea. Quizás con un ejemplo se vea mejor. Supongamos que los ciudadanos tomamos la siguiente determinación:
No tomar ninguna bebida de la empresa que embotella la felicidad hasta que ésta se comprometa a destinar el 50% de sus beneficios a financiar el acceso universal a agua potable.
Los binomios entre compañías y necesidades tienden al infinito (empresas de comida rápida y erradicación del hambre en el mundo / fabricantes de vehículos y subvenciones del transporte público / petroleras e investigación pública en energías renovables / películas infantiles y educación universal gratuita / …). Aunque no sería conveniente una excesiva dispersión, como mínimo en un principio. A modo de prueba piloto, se podría probar con el anterior ejemplo, pues cumple con los siguientes factores críticos de éxito:
- Causa básica, justa, solidaria y factible: así es, los bebedores habituales de refrescos gaseosos solidarizándose con los que no pueden beber ni agua. Si no estamos dispuestos a renunciar durante unos días a tomar refrescos, quizás sí que la suerte esté echada y seamos merecedores de todo lo que nos está pasado (y de lo que está por venir), pero me resisto a pensar algo así.
- Multinacional con suficiente músculo financiero para afrontar el reto: más de 100.000 millones de dólares de beneficio neto en 2010. No está nada mal para empezar ¿no?
- Acción no perjudicial para los consumidores: también se cumple este requisito. De hecho, un periodo de “desgasificación” nos vendrá muy bien para nuestra salud.
9, 8, 7… antes de contar hasta 0 llegará la habitual avalancha de críticas contra este tipo de iniciativas. Las primeras vendrán, muy a mi pesar, del ámbito económico. “Esta medida provocará un aumento en el precio que pagarán los consumidores, ya que las empresas compensarán la caída del beneficio vía repercusión en precios”. Pero no necesariamente tendría que ser así: existen otras vías, por ejemplo recortando en publicidad. Y además, no hay que olvidar que la medida se circunscribe en exclusiva a la distribución de los beneficios, no a los costes de producción.
Tampoco faltará quien tilde a este comportamiento de “chantajista”. Introducir cuestiones éticas es delicado, y no sé quién puede sentirse legitimado para hacerlo, más que nada por aquello de que “el que esté libre de pecado…”. Por lo tanto, más que de chantaje, de lo que estamos hablando es de poner en valor un ejercicio legítimo de nuestra soberanía como consumidores. Se trata de un derecho fundamental inalienable (quizás el único efectivo hoy en día).
Para aquellos que se rasguen las vestiduras ante la iniciativa al considerarla un “abuso”, la respuesta es de lo más sencilla: nada más lejos de la realidad; la finalidad no es otra que lograr una redistribución más justa de los recursos. Y también arreciarán un sinfín de comentarios cínicos intentando ridiculizar la acción, con burlas del estilo “Consumidores del mundo, uníos” (aunque hay que reconocer como lema tiene gancho).
Por último conviene advertir que estas medidas, aunque eficaces a corto y medio plazo, tampoco son la panacea. En ningún caso deberían suplantar la aspiración de construir una sociedad cada vez más democrática. Pero en el crítico contexto actual, el voto del consumo es un instrumento de cambio para la voluntad colectiva que no podemos permitirnos el lujo de no utilizar.
Bueno, tengo que irme ya, que he quedado con unos amigos para tomar algo. Por si acaso les comentaré estas reflexiones antes de pedir las bebidas. Al fin y al cabo, cómo nos enseñan los propios anuncios de la marca en cuestión, las personas somos impredecibles y podemos lograr todo aquellos que nos propongamos por muy díficil que parezca.
Un artículo realmente genial.
ResponderEliminarFelicidades.